EL TOQUE POR DOÑA LUCIA O EL ABRAZO DEL MUERTO
El día uno de noviembre tuve el honor de participar en el Primer Encuentro de escritores, gentes de letras y periodistas organizado por Francisco Hernandez (Interpubli) bajo el título de "La Noche de los Cuentos de Ánimas" en la Filmoteca Regional de Murcia.
Esta es la historia que conté al público que abarrotaba la sala. Una leyenda murciana que en su día me contaron y a la que di, para la ocasión, forma literaria.
La publico en mi blog para que quien desee leerla que lo haga.
EL TOQUE POR DOÑA LUCIA. (o El Abrazo del muerto)
Esta es la historia que conté al público que abarrotaba la sala. Una leyenda murciana que en su día me contaron y a la que di, para la ocasión, forma literaria.
La publico en mi blog para que quien desee leerla que lo haga.
EL TOQUE POR DOÑA LUCIA. (o El Abrazo del muerto)
Casaron
a doña Lucía de la Cruz, apenas cumplidos los diecisiete años, con el anciano
don Juan de Arce. Caballero de la orden mercedaria, senescal de su majestad
Felipe V y gran valido que fuera del último de los Austrias. Era el señor de
Arce rico y poderoso hacendado murciano que viudo, desde hacía más de veinte
años, encaprichose con la joven y cándida Lucía a la que sacaba casi sesenta
años de diferencia.
Don
Cristóbal de la Cruz, padre de Lucía, consintió y permitió tales nupcias, aun
consciente de la diferencia de edad, para que tal enlace matrimonial mejorara
considerablemente sus arcas y hacienda, estaba arruinado, y conocedor de la
falta de descendencia del noble viudo que, siendo gran fortuna de Murcia, no
tenía a quien dejar su enorme patrimonio de tierras, palacios y cientos de
miles de maravedíes.
El anciano, enamorado perdidamente de doña Lucía, obligó a
esta a firmar documento ante el notario mayor en el cual quedaba reflejado que
a su muerte, ella, heredaría todo su patrimonio y riquezas si bien, hasta ese
momento, debería mantenerse fiel al sagrado vínculo del matrimonio y no tendría
relación alguna con ningún otro hombre. Ni siquiera de palabra, visitas o
cortesías.
Hasta tal extremo llegaba el celo del rico varón que, una vez
desposados, prohibía a Lucía contacto con los criados y cada vez que salía a la
calle, para asistir a misas y oficios religiosos únicamente, lo hacía
acompañada de dos de sus damas. Una de ellas, doña Juana del Castillo, estaba
al servicio de la casa más de cincuenta años y era como si el mismo don Juan de
Arce la acompañara tal era el celo y la vigilancia que el ama del palacio
ejercía sobre la joven esposa.
Pero
el amor, que nada entiende de pactos, firmas ni codicilos notariales, surgió
como violenta y pasional tempestad entre la joven dama y Félix de Avellaneda.
Apuesto servidor de la casa con apenas veinticinco años y que ostentaba el
cargo de caballerizo mayor. La pasión surgió entre ambos y, aprovechando las noches,
en las cuadras del noble edificio daban rienda suelta a sus amores no exentos
de ardor juvenil y largas abstinencias de placeres que, el anciano por su edad,
no podía dar a su joven esposa doña Lucía. Lo que no sabían los temerarios
amantes era que sus fogosos encuentros pasionales eran seguidos muy de cerca
por la celosa doña Juana del Castillo que tomaba buena nota de cuanto escuchaba
y veía en la soledad de las caballerizas.
Enfermó
a los tres años del casamiento el anciano don Juan de Arce y a los pocos meses
entregaba su alma a Dios en los postreros días del mes de octubre. Pero antes
de que llegara el momento de expirar, doña Juana su fiel ama, le confesó las
infidelidades de su joven esposa a la misma vez que le hacía ver que, la
virtuosa joven, había roto el pacto de honor subscrito en el casamiento y que
por tanto no era merecedora de herencia alguna. Aprovechó también aquella
última confesión ante su señor para declararle su amor y confesarle que desde
el primer día que entrara a servir en la casa estuvo enamorada de él sufriendo
en silencio su amor no correspondido. Entonces, tras las confesiones del ama,
don Juan de Arce tomó la decisión de que a su muerte, que sentía cercana, ella
se encargaría de introducir en su cuerpo el documento notarial y que, este, se
iría a la tumba junto a sus restos sin que nada ni nadie supiera de su
paradero. Si aquel codicilo no aparecía no se podría cumplir con lo pactado. El
único documento era el suyo pues, en su día, prohibió al notario que extendiera
copia alguna.
Falleció
el caballero un veintiocho de octubre, siendo la hora nona, y su cuerpo fue
trasladado al convento de la Merced cuya iglesia estaba recién inaugurada ya
que don Juan de Arce, aparte de ser caballero mercedario, había sido gran
benefactor de la orden. El cadáver fue conducido por la puerta de Santo Cristo,
(en la actual plaza del Beato Andrés Ibernon, o de las tascas) y tras cruzar el claustro mercedario (actual
claustro de Derecho de la Universidad) fue depositado en el interior del nuevo
templo sobre un alto catafalco con cuatro grandes cirios en las esquinas y un
gran paño negro, bordado en oro con sus blasones, cubriendo toda la base del
monumento funerario.
Tras
buscar afanosamente el documento tanto don Cristóbal de la Cruz, suegro del
fallecido, como la propia doña Lucía nada encontraron en el Palacio pero una
astuta sirvienta, Carmencica, contó a su señora las disposiciones del difunto y
como el ansiado codicilo se encontraba en el interior del cuerpo del finado. No
se lo pensó más la joven viuda y la madrugada del día de las Ánimas, vestida de
mozalbete de servicio y acompañada de la tal Carmencica, se lanzó a la loca
aventura de registrar el cadáver para hacerse con el ansiado documento que la
haría rica para siempre.
Pasadas
las tres de la madrugada, tras escuchar el rezo de laudes de los frailes
mercedarios, saltó la tapia del convento. La sirvienta no lo hizo por miedo.
Recorrió a oscuras el claustro y llegó hasta el catafalco en el interior de la
iglesia. Solo permanecían encendidos los cuatro cirios en las esquinas del
túmulo funerario. Debía de darse prisa pues tres horas más tarde, sobre las
seis, los buenos frailes volvían de nuevo al interior del templo para el rezo
de la hora prima. Se encaramó como pudo sobre el catafalco y se encontró cara a
cara con el cadáver vestido con negros ropajes, un gran medallón mercedario
sobre su pecho y en sus manos, entrelazadas, un puñal de rica empuñadura.
Sus
intentos por separarle brazos y manos eran infructuosos pues el rigor mortis de
Don Juan de Arce impedía también abrir la casaca y acceder a la blanca camisola
almidonada. Separó como pudo los brazos que, el difunto tenía sobre el pecho,
los colocó hacia atrás sobre el borde del féretro, desabrochó casaca y camisa
llegando por fin a tocar el documento que sobre su pecho había colocado la fiel
doña Juana del Castillo. Pero con tal mala fortuna que, cuando estaba en plena
faena, los brazos del cadáver cayeron de donde los había sujetado y abrazaron
por completo el cuello y la cabeza de la joven esposa. Fue tal el susto que,
doña Lucía, cayó fulminada sin sentido al interior de la caja mortuoria.
Pero
antes el grito de terror, en la soledad de la noche, se escuchó en muchas
millas a la redonda. Se despertó la congregación y cuando llegaron a la iglesia
hallaron a la joven viuda muerta entre los brazos de su difunto esposo. Nadie
sabe porque motivo o razón en ese momento, las campanas de la iglesia de la
Merced, comenzaron a tañer con el toque de difuntos. Nadie había en el
campanario.
Muchos
años después, muchos siglos después, ya en nuestros días los vecinos de Puerta
Nueva, el Cigarral, Santo Cristo e incluso las puertas de Orihuela cuando
escuchaban repicar a muerto el día de las ánimas, en el convento de la Merced,
siempre se santiguaban y decían: “Por el alma de doña Lucía”…….
Como me lo contaron, os lo he contado a vosotros .......
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