UNA BOTELLA DE AGUA



Me gusta pasear muy temprano por la ciudad desierta en estos domingos de verano. Contemplar detalles o rincones que, la mayoría de las veces, pasan desapercibidos por las prisas diarias o la vorágine en la que estamos inmersos pero que, llegado el domingo, es como si todo se ralentizara y el mundo caminara a otra velocidad. Son jornadas apacibles. Tranquilas. Con las calles y avenidas desiertas. Sin tráfico alguno e incluso, ya es extraño, la posibilidad de escuchar el trino de los pájaros en los escasos arboles que encontramos en las arterias de la ciudad cada vez con mas cemento en sus plazas y con menos sombras en las que cobijarse. Y mas ahora en verano. Pero, pese a todo esto, es una tranquilidad y una paz la que se respira que difícilmente se encuentra en ese mismo escenario otros días de la semana. 

Después de comprar la prensa, aventura extraordinaria encontrar un quiosco abierto en agosto, me he sentado en una terraza a desayunar y prometo que tampoco ha sido fácil hacerlo pues son raras y escasas las que permanecen abiertas en el mes de agosto.


Leía los periódicos y no me he dado cuenta que se acercaba a mi mesa, yo era el único cliente, un hombre de edad indeterminada que con mucha educación me ha pedido si le podía dar un cigarrillo. Tenía, como siempre suelo hacer, el paquete de tabaco sobre la mesa junto al encendedor. Le he dicho que si, por supuesto. Y le he dado uno. Lo ha encendido delante de mi y me ha pedido, con idénticas maneras, si "podía comprarle una botella de agua grande" No les negaré que me ha sorprendido la petición pero tampoco me he opuesto a ella. He llamado al camarero y le he dicho si tenían botellas de agua de litro y medio. Como su respuesta ha sido afirmativa le he pedido, por favor, que me sacara una para el señor que me la había pedido.


Una vez que le han traído la botella de agua, como él me había pedido, le he dicho si había tomado café o algo de alimento y me ha contestado que no. Pero me lo ha dicho de una forma como si escondiera su vergüenza. Como no queriendo dar esa sensación de pobreza extrema de quien no tiene ni siquiera para un café. 
Le he invitado a sentarse y desayunar. Ha abierto sus ojos como platos y solo ha acertado a decir: "No, por favor, no quiero molestarle a usted. Bastante que me ha comprado el agua" Por toda contestación he corrido una de las sillas y, haciendo hueco, le he dicho que se sentara a la misma vez que, de nuevo, llamaba al camarero.
Cuando aquel ha llegado le he pedido un café con leche mirando hacia mi invitado que, levemente, ha respondido afirmativamente con la cabeza. Unas tostadas ¿Mermelada o aceite le he dicho yo? y me ha dicho que "con mucha mermelada" Entonces he rogado al camarero que, por favor, nos trajera tres terrinas de sabores distintos para que pudiera comerlos con los dos trozos del panecillo completo.   


No paraba de agradecerme lo que estaba haciendo por el y a la misma vez sujetaba, fuertemente en su pecho, la botella de agua que previamente le habían traído. Cuando ha llegado lo que había pedido, solo entonces, ha dejado sobre una de las sillas la botella y, con exquisitos modales y después de decirme "con su permiso" se ha puesto a desayunar no sin antes untar el pan con la mantequilla y la mermelada y disolver el azucarillo en el café con leche que le habían puesto delante. 
Ha untado el pan caliente con la mantequilla, ha cortado con cuchillo y tenedor la tostada tras untarle la mermelada y se ha puesto a comer con exquisito cuidado. No ha dicho nada durante el tiempo que ha estado desayunando. No ha abierto la boca mas que para comerse las tostadas. Ni un comentario, ni una alusión a nada. Hasta el punto que me he sentido "violento" pues parecía que yo le estaba observando, nada mas lejos de la realidad, y me he enfrascado de nuevo en la lectura de la prensa. 


Solo cuando ha terminado de desayunar me ha mirado a los ojos y me ha dicho "gracias" Le he ofrecido un cigarrillo que ha aceptado y nos hemos puesto a fumar sin articular palabra alguna. Al rato se ha levantado, ha cogido la botella de nuevo, y me ha ofrecido su mano como despedida. Se la he estrechado y le he deseado buena suerte. Advirtiéndole, pues no parecía de Murcia, que llevara cuidado pues un domingo de verano en esta ciudad no hay nadie y que el calor iba a ser muy intenso. Que se resguardara de él. Incluso le he comentado la posibilidad de ir a comer, ducharse o lo que le hiciera falta a "Jesús Abandonado" y que incluso si no tenía dinero me ofrecía a pagarle el billete de autobús pero que allí le atenderían de maravilla y sin duda cubrirían momentáneamente sus necesidades. 


No se moleste, me ha dicho, conozco muy bien Jesús Abandonado. Soy murciano y llevo toda mi vida en esta ciudad. Aunque parezca de fuera no lo soy. Me he dejado barba y pelo largo para que la gente no me reconozca. Pero soy de aquí. Mi vida cambió hace seis años y no he levantado cabeza desde entonces. Me da vergüenza salir a la calle y lo hago precisamente con mas tranquilidad estos días que no hay nadie por Murcia. Si me encuentro con alguien caritativo, como usted, que me da de comer pues bendito sea Dios y si no pues me voy a mi habitación de la pensión y espero que vuelva a empezar otro día. Yo reconozco que no sabía que decirle y seguro que se ha dado cuenta de mi cara de sorpresa porque a modo de despedida ha añadido: 
La vida es muy "hijaputa" amigo mio. Yo lo tenía todo pero el alcohol, el juego, y las mujeres me han llevado a donde estoy. 
Ahora ni familia, ni hijos, ni amigos, ni nadie. Muy "hijaputa" es la vida. Se lo digo yo.

Se ha dado la vuelta, no he podido añadir nada porque se ha marchado, y le he visto alejarse llevando apretada sobre su pecho la botella de agua que, el camarero, le había entregado antes de desayunar. 

Comentarios

  1. Impresionante relato, Alberto. Y, sobre todo, tan cercano. Tu corazón sigue intacto.

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  2. Impresionante relato, Alberto. Y, sobre todo, tan cercano. Tu corazón sigue intacto.

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